Los scriptoria medievales
Copistas, miniaturistas y bibliotecarios
Con la caída del Imperio Romano de Occidente, la actividad cultural en Europa se redujo drásticamente. La función de formación intelectual de las antiguas escuelas de retórica fueron asumidas, en un primer momento, por las escuelas catedralicias de unas ciudades en decadencia. Luego, en una segunda etapa, y con mayor difusión geográfica, serían los centros monásticos los encargados de esa tarea. Al menos hasta el resurgimiento cultural del siglo XII y la aparición de las universidades. Así que la institución más significativa en la transmisión de la cultura durante la Alta Edad Media fue el monacato. Los monasterios se convirtieron en depositarios del legado escrito de la Antigüedad.
Se tienen testimonios de la ocupación de los monjes en la tarea de copiar códices desde muy temprano. La copia no aparecía en la regula benedictina, pero era necesario conseguir códices para el desenvolvimiento de la liturgia. Por otro lado, la lectio, la lectura detallada y pormenorizada de la Biblia, era una de las ocupaciones principales de los monjes. De ahí la importancia de copiar textos conforme iban apareciendo nuevos monasterios. La copia, difusión y colección de manuscritos se convirtió en una de las actividades más importantes. También hay que tener en cuenta que el monacato era una institución que se originó en la parte más oriental del Imperio romano, donde la concepción de la cultura era distinta. Frente a la tradición grecolatina, que era creativa, la oriental era esencialmente conservadora. Por eso se transcribían una y otra vez las mismas obras, generalmente de los Padres de la Iglesia. Se pretendía tener copias duraderas para incluirlas en las bibliotecas de abadías y conventos y usarlas a lo largo de los siglos.
Los monasterios poseían un edificio o una gran sala dedicada para la labor de copia, el scriptorium, una dependencia común acondicionada para tal fin, aunque a veces podía tratarse de varias dependencias vecinas que rodeaban el claustro. Un ejemplo muy bien documentado de scriptorium lo tenemos en el que describe Umberto Eco en su novela El nombre de la rosa. No obstante, con el tiempo surgieron órdenes, como las de cartujos y cistercienses, en las que los monjes realizaban su trabajo aislados en su celda. Al scriptorium sólo tenían acceso el abad o el prior, el maestro, el bibliotecario y los copistas durante las horas del día que se dedicaban a su trabajo.
No todos los monjes estaban capacitados para trabajar como amanuenses. Sólo unos pocos eran los elegidos y tenían la misión de adiestrar a aquellos que tenían menos aptitudes. Los copistas solían poseer una amplia cultura, aunque a veces se les acusó de desvirtuar las Sagradas Escrituras.
Soporte e instrumentos
A comienzos de la Edad Media, ya se había impuesto el formato de códice para los libros, y el pergamino fue el soporte durante casi todo el periodo. Aunque el papel se conocía en Oriente desde antiguo, a Occidente solo llegó con la penetración de los árabes, que habían perfeccionado el proceso de elaboración. Pero su uso tan solo se fue imponiendo poco a poco en el mundo cristiano a partir del siglo XIII, con la multiplicación de los centros intelectuales.
El pergamino se fabricaba con pieles de oveja, ternera o cabra, aunque a la piel de ternera se la denominaba «vitela», y era de mejor calidad, un tipo de pergamino más fino que era utilizado para libros muy especiales. Las pieles se curtían en cal, eran adelgazadas, y se ponían a secar tensadas sobre un marco de madera. Allí se le cortaba el pelo y se alisaban con piedra pómez. El siguiente paso era elaborar los cuadernillos a partir de los pliegos doblados de pergamino, y coserlos. El pergamino constaba de dos caras de distinta calidad, color y textura: la correspondiente al pelo y la de la carne, así que se intentaba hacer coincidir las caras que eran iguales.
Lo normal es que el códice se produjese para la propia comunidad, así que el pergamino se sacaba de los rebaños del monasterio. Como era un material caro (había que matar animales para obtener las páginas), era muy común reutilizar viejos códices incompletos o que se consideraban de poca importancia. Se raspaban o se borraba la tinta con disolventes. Eran lo que denominamos «palimpsestos».
En cuanto a la tinta, la negra para la escritura se podía elaborar de dos maneras: a base de hollín, agua y goma arábiga, o a base de un compuesto de sulfato de hierro y agallas de roble. Las tintas de colores, usadas en rúbricas y decoraciones, se obtenían de diversos minerales. El azul ultramar se conseguía del carísimo lapislázuli, y los tonos rojos de óxido de plomo o de sulfuro de mercurio. El oro también se utilizaba ocasionalmente, principalmente pulverizado, y los plateados se conseguían con estaño.
Los instrumentos utilizados por los amanuenses para escribir eran el cálamo, una cañita de junco, y la pluma de ave, sobre todo de oca, más flexible y adaptable al pergamino. El extremo que cortaba en bisel con una especie de cortaplumas y se hendía, para que absorbiese la tinta. Para corregir o eliminar manchas, utilizaban un raspador.
El trabajo en el scriptorium
Los monjes aptos debían dedicar varias horas al trabajo de scriptorium. Allí, su actividad estaba bien jerarquizada y era especializada, y debían seguir unas reglas de trabajo muy estrictas. Estaba prohibido el uso de velas o candiles, peligrosos para códices y pergaminos, y se debía guardaba, ante todo, mucho silencio. Se trataba de un trabajo duro, pues el copista debía forzar la vista y pasaba horas sin enderezar la espalda.
Generalmente, la labor de editor, de selección de los libros que se debían copiar, correspondía al abad, que conocía los recursos disponibles y las necesidades más inmediatas. Para este trabajo contaba con el asesoramiento de los copistas. Había que ser muy cuidadoso con la selección de lo que se iba a copiar o traducir para evitar cualquier tipo de desviación y herejía.
Una vez en su lugar de trabajo, los copistas recibían del pergamentarius, encargado del pergamino, unas hojas que debían preparar. Delimitaban en cada página el espacio que debía ocupar la escritura para que el efecto visual y la legibilidad del texto fueran los mejores posibles. También señalaban unas líneas guía. En el exemplar, el modelo que se iba a copiar, ponía una barrita que señalaba la línea por donde iba el trabajo.
A la hora de escribir, se abandonó la letra capital latina porque ocupaba mucho espacio. En un principio se empleó la uncial, una derivación de la anterior pero con formas redondeadas. Pero daba los mismos problemas. La semiuncial, algo más tardía, era una escritura ya con mayúsculas y minúsculas. En los diversos reinos de los pueblos germánicos que se habían instalado en territorios del antiguo imperio, surgieron escrituras nacionales que se basaban en la cursiva romana, como la merovingia, en el reino Franco, y visigótica, en el reino visigodo de Toledo. La letra uncial se siguió usando, pero se reservó para libros importantes, como grandes biblias.
A partir de finales del siglo VIII se comenzó a a extender por Francia, y luego por toda Europa, la letra carolingia, una minúscula redonda que impulsó Carlomagno en su afán unificador. Tres o cuatro siglos después comenzó a aparecer la letra gótica, estrecha y angulosa. El paso de la escritura carolina a la gótica fue una transformación gradual. A partir del siglo XII, las letras adquirieron una tendencia hacia la verticalidad y los ángulos. Sería una caligrafía muy extendida y diversa.
Los manuscritos no tenían portada, y los datos referentes a los copistas, iluminadores, el lugar y la fecha, constaban en el colofón, al final, señalado por la palabra explicit que equivalía a «se acabó». Tanto los libros como los capítulos se iniciaban con el verbo incipit, «comienza», y a continuación venía el correspondiente título. Como el texto iba todo seguido y los capítulos no empezaban en página aparte, para facilitar su localización se idearon rótulos con grandes letras. También se utilizaron las letras iniciales o capitulares, adornadas, que en ciertos casos podían llegar a ocupar una página entera. Esta era la tarea de los rubricadores, si se trataba de letras o motivos sencillos con tinta roja, o de los artistas iluminadores, si la decoración era más compleja o había que ilustrar con imágenes.
En un principio, iluminar un manuscrito tenía que ver con el empleo de oro y plata en elementos decorativos, por la luz que reflejaban, que daban la sensación de que surgiese luz del manuscrito. El término a veces se usa libremente para referirse de manera más general a la decoración e ilustración de manuscritos. Las miniaturas eran imágenes relacionadas con los contenidos, mientras que las ilustraciones, en su uso técnico y medieval, incluía todos los elementos decorativos.
Era frecuente que los monjes trabajasen al dictado en el scriptorium, porque así podían copiar la misma obra varios amanuenses. También se realizaba trabajo de traducción de textos griegos y latinos y, más adelante, árabes. Los libros eran copiados y decorados sin prisa y sin preocupación de tipo económico, ya que los monjes no eran trabajadores asalariados.
Aunque los nuevos códices se solían producir para consumo interno, también hubo intercambio de códices entre monasterios. Se sabe de la existencia de monjes itinerantes, que realizaban copias en varios monasterios. No existía comercio de libros, pero había donaciones en las fundaciones de los personajes reales o de grandes señores, y se encargaban copias a los monasterios importantes que poseían un buen taller. Los monjes misioneros se llevaban copias de su comunidad de origen y los peregrinos que volvían a su convento traían ejemplares de los textos interesantes de otras tierras.
Las bibliotecas eran símbolo de prestigio de un monasterio. Las más importantes podían llegar a varios centenares. Entre las obras había algún ejemplar de la Biblia, comentarios bíblicos, textos de uso en la liturgia, obras de los Padres de la Iglesia… Pero se podían encontrar algunos libros profanos de justicia, y otros empleados para el perfeccionamiento de la lengua latina.
Fuentes
- DÍEZ-BORQUE, José Mª. : El libro, de la tradición oral a la cultura impresa, Ed. Montesinos, Barcelona, 1995, 2ª Ed.
- Scripta
Las ilustraciones de los códices son de dominio público