Un capricho

Seguramente uno de los más conocidos:

Cuando éramos niños, mi padre tenía la costumbre de contarnos a mi hermano y a mí historias sobre los cuadros. Sobre los que él pintaba y sobre los de los grandes maestros, los que aparecían en los libros de láminas o en su colección de Grandes de la Pintura. Fue así como tuve mi primer contacto con algunos de los Caprichos de Goya. He de decir que de mi padre también terminé heredando la afición y predilección por el pintor aragonés.
Recuerdo que llegó un momento en el que me comencé a acercar yo solo a los libros y que me pasaba buenos ratos hojeándolos y admirando los cuadros. De entre todos me fascinaba en particular aquel de cubiertas marrones de algunas de cuyas imágenes mi padre nos contara pequeños cuentos fantásticos, aquel que en su interior mostraba esa serie de «dibujos» tan extraños y sin color. Me atraía y atemorizaba al mismo tiempo.
En los Caprichos y los Disparates se sucedían escenas oníricas y divertidas con otras repelentes y ominosos. Debía de tener por aquel entonces seis o siete años. Las brujas y monstruos, los seres burlones y de expresiones desencajadas, los disparates irracionales, alegóricos… Todo aquello excitaba mi inquieta imaginación infantil. Quedé muy impresionado. También por la violencia de las imágenes de Los desastres de la Guerra, la crudeza con la que se exponían torturas y personas empaladas o fusilamientos. La Tauromaquia, sin embargo, nunca me llamó mucho la atención.
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