Saboreaba, sonriente, aquél néctar espeso y delicioso que, en pequeños hilos, escapaba de su boca rebosante. A lo largo de su cuello, largo y esbelto, se iba marcando un rojo camino que se precitipaba a morir entre sus blancos pechos ofrecidos. Se deleitaba con el sabor viscoso y cárdeno de ese líquido de vida que se introducía por su garganta, abrasándola por dentro, pero llenándola al mismo tiempo de fuerza y vitalidad. Y se regocijaba: el sacrificio de doce infantes para llenar un cáliz de vida eterna y belleza intemporal.
Ilustración: Arantxa