Un gigante amarillo de calcárea cubierta. Poético; si no fuese porque aquel caracol, grande como un puño, avanzaba con mirada torva y gesto agresivo. Buscaba a los responsables del hundimiento de la tapia del cementerio. Un par de concejales corruptos que habían recortado presupuesto de los materiales a la hora de ampliar aquel lugar de descanso eterno.
Unas semanas antes, el alma de un viejo ortopedista afiliado al PC quedó varado en tierra por culpa de una fuerte borrasca. Al segundo intento logró desprenderse de la carga inerte de su cuerpo, pero lo repelió otra carga, eléctrica, de la tormenta. Y cayó justo encima de aquella manzana andante. Que en realidad era un molusco terrestre de esos de los que ya quedan pocos. Un caracol enorme, baboso y mutante, que había descendido tranquilamente desde la central nuclear.
Como quien no quiere la cosa, el ectoplasma fue fagocitado lentamente por aquella piel resbaladiza, hasta que el viejo Nicolas, conocido como Pocete por sus vecinos, se vio dentro del animal. Se convirtió en una especie de parásito que, poco a poco, se fue haciendo con la voluntad del caracol. Hasta que el ortopedista se vio de vuelta en el mundo de los vivos.
Y entonces descubrió qué habían hecho con sus impuestos aquellos canallas del ayuntamiento. Una obra de precio faraónico e ingeniería malsana. Y, hala, los bolsillos repletos. Todo en una cuenta opaca de la Caja Rural. Y mientras tanto, su tía y su primo allí, frente al enorme agujero del muro. Sus tumbas semienterradas por los escombros, y sus lápidas desprotegidas, al alcance de gamberros y alimañas.
Así empezó aquella endiablada persecución de los corruptos trajeados. Persecución que trascendió lo que debería ser la vida de un animal tan baboso. Uno de ellos murió del susto, y el otro intentó escapar. Pero no se puede correr eternamente contra una muerte anunciada: resbalón y tentetieso; crujido de concha y edil desnucado. Y Nicolás, el ortopedista, de nuevo camino del cielo, con la ancha sonrisa, en su cara etérea, del deber cumplido.
Javier G. Alcaraván
Este es un ejercicio de escritura automática que empecé a realizar en Steemit. Partiendo de una imagen o alguna escena que me llamase la atención, comenzaba a escribir, sin pensarlo con antelación, para ver hasta dónde me llevaban las palabras. No me cronometré con exactitud; simplemente, cuando veía que el reloj me avisaba de que llevaba 10 minutos escribiendo, buscaba un final. Después elegía un título y le daba una revisión ortográfica.