Era dorado, como un campo de trigo bajo el sol de mediodía. Un regalo que el califa le había hecho al Zar por su ayuda militar contra los tártaros. Nunca antes se había visto un autómata semejante por aquellas latitudes. Cubierto totalmente de oro, aquel pavo real se paseaba ufano por las lujosas estancias, abriendo y cerrando, altivo, las plumas de la cola. Saltaba a lo alto de mesitas y aparadores para dar la hora, y siempre inclinaba la cabeza en señal de saludo cuando pasaba por delante de alguien. ¿Se podía ser más feliz?
Pero, cuando dormía en su cubículo de cristal, a pierna suelta, soñaba que lo llevaban a un amplio prado rodeado de bosquecillos, fuentes y jardines floridos, y lo dejaban allí, en libertad. Angustiado, no podía soportar aquella pesadilla de cielo azul y apacible. Un rígido despertar lo traía de vuelta a su amado palacio de invierno. No podía evitar, sin embargo, derramar una leve lágrima metálica, que caía al suelo con el sonido de una perla virgen.
Javier G. Alcaraván