Con sólo escuchar los golpes de su bastón y el ruido de sus pies arrastrándose por el suelo, la gente aceleraba el paso, desaparecía detrás de alguna puerta, huía por el interior de algún patio o, simplemente, corría con disimulo hasta doblar la esquina. Si ya era demasiado tarde para apartarse de su camino, lo único que se podía hacer era meter la mano en bolsillo, agarrar con fuerza un rosario o algún amuleto protector, y rezar un Padrenuestro. María de Lope, a quien todo el mundo llamaba ahora “la coja”, era una auténtica bruja.
La pobre vieja ya se había acostumbrado. Sabía todo lo que se decía de ella, incluso que se comentaba que desde pequeña ya invocaba a los diablos. Y sin embargo nadie la había conoció de niña porque vino de un pueblo vecino.
Se había casado con uno de los pescadores de la laguna y juntos habían malvivido de su pesca y de las cordetas que ella fabricara con juncos. Como era mal encarada y bastante huraña apenas había tenido relación con la gente del pueblo, que siempre la había mirado mal.
Ahora que había enviudado y vivía en la población, tenía que soportar las calumnias de la gente: ella era la culpable si se extendía una epidemia de fiebres, seguro que había envenenado el agua con sus maleficios; si enfermaba algún bebé era ella la que le había lanzado mal de ojo. Los médicos decían que todo esto se debía a los mosquitos de la laguna o a la malnutrición de los niños, pero la gente sabía la verdad: que había sido la bruja.
Era conocido el caso de “la Cachorra”, con quien María tuvo un pleito por unas cacerolas que le había devuelto desconchadas. La pobre mujer murió tres o cuatro semanas después cuando se le paró el corazón.
La Manuela, otra de sus vecinas, la tenía vigilada. La había visto muchas veces en la puerta de su casa murmurando entre dientes, y decía que una vez la oyó blasfemar en alto. Y su hija vio, una noche que volvía de pasear con el novio, una figura encima de la chimenea, como de un gran ave. Cuando la figura la sintió echó a volar de repente. No estaba segura, pero al alejarse graznó y le pareció como una carcajada de “la coja”. Desde entonces todos en la familia llevaban unos colgantes bendecidos.
Y no había que olvidar su cojera. Al médico le dijo que se había caído de una escalera. Se rompió los dos pies y le quedó esa cojera para siempre. Pero en todo el pueblo se sabía que en realidad se había estrellado cuando quiso volar a un aquelarre de Almería. Parece ser que, asustada, dijo sin querer “Jesús, María y José” y el demonio la soltó. El porrazo que se dio fue tremendo.
Sí, eran muchas las cosas que se decían sobre ella en aquel lugar. Y lo peor de todo es que nadie la había visto nunca pasar a la iglesia.
Por eso todo el mundo evitaba cruzarse con “la coja”. Pero ella ¿qué iba a hacer? Así eran todos en el pueblo, supersticiosos y de lengua ponzoñosa. Cuando alguien se cruzaba a su lado y se santiguaba con disimulo, ella simplemente se volvía, le miraba fijamente y le lanzaba un maleficio. Así aprendería.
Qué buena historia, pobrecita «la coja», al final, cumpliendo con el rol que le asignaron en el pueblo
Me encantó ese relato.
Muy bueno.
Un beso desde un viernes de sol y frio.
Olga.
sobre todo muy frío
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Gracias por la visita y el comentario.
Tengo una tía, de cerca de sesenta años, que a los 8 o 9 años se cayó y una de esas operaciones y tratamientos inhumanos de la época en los que los doctores eran El Señor Don… la dejó coja, con una pierna más corta que otra. En la Escuela (bendita escuela franquista) le dijeron que no podía estudiar y la dejaban apartada con «la sorda» en un rincón para que leyera tebeos. Ella leyó por su interés y aprendió, sino sería un «ser inútil en la España Imperial». En fin, vivíamos y vivimos aún en una sociedad egoista.