Los sapos de Zugarramurdi

los sapos de zugarramurdi

No hay duda de que el episodio más sonado y conocido de la brujería española es el que se dio en 1610 en la aldea navarra de Zugarramurdi. La virulenta caza de brujas llevada a cabo en el sur de Francia, desató un episodio de histeria colectiva en la población de aquellas comarcas fronterizas y montañosas. Hubo delaciones, amenazas y algunas confesiones conseguidas mediante coacción; sumadas a las supersticiones propias de aquella zona tan aislada, forjaron el relato de una secta de brujas y brujos adoradores del diablo, que acudían con regularidad al aquelarre y celebraban misas negras oficiadas por el demonio. Una parte curiosa de este relato es la que tiene que ver con los sapitos diabólicos.

Se contaba que los brujos y brujas de Zugarramurdi se servían de espíritus ayudantes o «familiares» para hacer sus maleficios. Dichos familiares eran unos sapos vestidos con graciosas ropillas de colores. El sapo era el guardián y consejero de la bruja. Ella lo alimentaba y, a cambio, él la despertaba y la avisaba para ir al aquelarre. Gracias a ellos también podía realizar los vuelos, ya que, después de haber comido, la bruja le pegaba con un palito hasta que se hinchaba y adquiría un color verde venenoso. A continuación pisaba al animal con el pie izquierdo hasta que salía un líquido verdoso. Este líquido era el que servía para hacer el ungüento que luego se frotaban por el cuerpo.



Ilustración de Eödriel Lamendras (mi amiga Yolanda), tomada de su galería en Deviantart.

Los niños brujos eran los encargados de ocuparse del «rebaño» de sapos mientras los adultos se dedicaban a bailar y comer en los banquetes. Debían tratarlos muy bien y no podían extraviar ninguno si no querían ser severamente castigados.

Cuando llegaba el momento en que un novicio se convertía en brujo de pleno derecho, el demonio le entregaba uno de estos sapos y también le hacía una marca en el ojo, con forma de sapito, para que fuese reconocido por los demás miembros de la congregación.

Tal fue la obsesión por estos sapos, que no hubo casa, establo o caserío que no fuese escrupulosamente registrado por investigadores y predicadores. Al menos hasta la llegada del inquisidor Alonso de Salazar y Frías, el famoso «abogado de las brujas».

De él nos ocuparemos en otro artículo. De momento, espero que hayáis disfrutado conociendo a estos curiosos sapos de Zugarramurdi.

El texto es un extracto adaptado del libro Daimiel, pueblo de brujas, del que soy coautor.

 

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