Nos cuenta el historiador griego Heródoto de Halicarnaso, en el primero de Los nueve libros de historia, que la batalla de los Campeones fue un combate excepcional entre una selección de los 300 mejores hoplitas de Argos y otra de los 300 mejores guerreros de Esparta por el control de la región de Tirea. Pero no fue una batalla al uso, no se enfrentaron estos 600 hoplitas en una batalla campal, sino que se trató de una larga sucesión de combates singulares; entroncaba esto con la antigua tradición de los duelos de campeones, como aquellos que describiera Homero en la Iliada, por ejemplo.
La batalla de los Campeones, el colofón de una vieja rivalidad
A mediados del siglo VI a.c., las polis de Argos y Esparta se disputaban el dominio de la costa oriental de la península del Peloponeso. Su rivalidad venía de lejos, como mínimo desde mediados del siglo anterior. Durante la Edad Oscura, Argos había sido la ciudad dominante del Peloponeso y empezó a ver con desconfianza el crecimiento del poder e influencia de Esparta en el sur de la península. El carácter expansionista de los lacedemonios los llevó a invadir las regiones adyacentes y a comenzar la larga serie de guerras mesenias. Así que el choque entre las dos potencias era inevitable. El primer enfrentamiento, la batalla de Hisias (669 a.c.), se decantó del lado de los argivios. Vencieron gracias al uso de una novedosa táctica de guerra: la formación en falange. Por aquel tiempo, el ejército espartano no eran todavía la fantástica máquina de guerra que llegaría a ser un par de siglos más tarde; pero tomaron buena nota.
Cien años después, para el año 545 a.c., Esparta se había convertido en un Estado totalmente militarizado que disponía de un ejército muy bien equipado, preparado y curtido tras casi dos siglos de guerras constantes. Y que dominaba como ningún otro el empleo de la falange. Una vez controlado todo el sur del Peloponeso, su nuevo objetivo eran los llanos de Tirea, en el Este. Era un territorio cercano a la Argólida, lo que significaba una clara afrenta a los argivios. Y Argos fue a la guerra.
Las dos ciudades-estado se habían seguido enfrentando en multitud de escaramuzas a lo largo de las décadas anteriores. Aunque en esta ocasión movilizaron dos ejércitos muy igualados y de tamaño considerable (seguramente en torno a los 10.000 soldados), el desgaste había hecho mella y, cuando llegaron al campo de batalla, se constató que no estaban por la labor de entablar combate; una batalla de tal magnitud podía acabar diezmando su ciudadanía (los hoplitas eran ciudadanos libres que luchaban por su polis) y los dejaría luego a merced del resto de sus enemigos. Así las cosas, los comandantes pactaron un encuentro y allí acordaron que, en vez de comprometer a todas las tropas, librarían un gran combate de campeones entre los 300 mejores guerreros de cada bando. Los que ganasen, se quedarían con el territorio. Y así se evitarían la masacre.
¿Por qué 300?300 hoplitas en el la batalla de los Campeones, 300 los que lucharon en las Termópilas… Inculso 300 los integrantes del famoso Batallón Sagrado de Tebas. Se repite el número. ¿Tenía algún significado especial? Bueno, en el caso de los espartanos se sabe que, cuando los jóvenes soldados alcanzaban los veinte años, unos cuantos eran elegidos para convertirse en «caballeros» (hippeis) y entraban a formar parte de un grupo selecto de 300 individuos encargado de proteger a los dos reyes y de combatir como soldados de élite. Pero no era una diferenciación social, contraria al concepto espartano de «grupo de iguales». |
¡Solo puede quedar uno!
Como apunté más arriba, la «batalla» no consistía en que luchasen todos a la vez, sino que se trataba de una versión de los combates de paladines. Pero a lo grande, con cientos de combates singulares: se enfrentarían uno contra uno, a muerte, y el vencedor lucharía a continuación con otro adversario. Y así hasta que también cayese. Los heridos o incapacitados no recibirían atención y el final de la batalla supondría la aniquilación del bando contrario. Para evitar la tentación de ayudar a sus compatriotas, los dos ejércitos se retirarían de la zona.
Se convino que saliesen a pelear trescientos de cada parte, con la condición de que el país quedase por los vencedores, cualesquiera que lo fuesen; pero que entretanto el grueso de uno y otro ejército se retirase a sus límites respectivos, y no quedasen a la vista de los campeones; no fuese que presentes los dos ejércitos, y testigo el uno de ellos de la pérdida de los suyos, les quisiese socorrer. Hecho este convenio, se retiraron los ejércitos, y los soldados escogidos de una y otra parte trabaron la pelea […]
Heródoto, Los nueve libros de historia, LXXXII
Después de los sacrificios pertinentes comenzaron los combates. La lucha duró todo el día y fue dura y encarnizada, y muy igualada. Hasta el punto de que, al anochecer, de seiscientos hombres quedaban solo tres: dos argivos en pie, Alcenor y Chromio, y un espartano, Otríades, malherido en el suelo. Los de Argos inspeccionaron la zona para asegurarse de que no había más supervivientes pero, en la creciente oscuridad, no advirtieron que Otríades seguía con vida. Creyéndose vencedores regresaron rápidamente a Argos para anunciar su victoria.
Un desenlace nada claro
Pero habían cometido un grave error. Aunque moribundo, cuando desaparecieron los dos argivos, Otríades se convirtió, técnicamente, el último superviviente de ambos ejércitos sobre el campo de batalla. Antes de morir, sus ilotas le ayudaron a indicar la victoria. Esta parte no está clara. Hay quien dice que llevaron las armas de los argivos a la parte espartana del campo y formaron un signo de victoria; otros, que le ayudaron a escribirlo con su propia sangre en el escudo. Incluso hay una versión, más peregrina, que cuenta que llegó a poner en formación a sus compañeros muertos y aguantó en su puesto con vida hasta que regresaron los ejércitos, al alba. Lo que sí parece seguro es que sus heridas eran devastadoras y no tenía esperanzas de regresar a su patria con vida, y que por eso decidió suicidarse. Los ilotas también debían testificar que se había dado muerte por su propia mano. Esto era importante porque así nadie podría argumentar que había muerto por las heridas infligidas por sus enemigos y quitarle, así, la victoria. Sus conciudadanos siempre podrían contar que lo había hecho por la vergüenza de ser el único superviviente de entre todos sus compañeros.
El caso es que no quedaba nada claro qué ciudad había vencido. Unos argumentaban que tenían más supervivientes; los otros, que el suyo era el único que se había mantenido en el campo de batalla durante toda la noche. Como ni espartanos ni argivos cedieron, al final tuvo lugar la batalla que tanto se habían afanado por evitar. Y esta vez los espartanos resultaron vencedores.
Heródoto nos cuenta que fue después de esta batalla cuando los espartanos adoptaron la práctica de dejarse crecer bien largo el cabello como signo de orgullo, frente a la costumbre general del resto de helenos. Y en el lugar de la batalla comenzaron a realizar una festividad anual conocida como Parparonia.
Esta batalla supuso la puntilla para las aspiraciones de Argos en la región; fue una espina se que quedó clavada para siempre en el orgullo de sus ciudadanos. Nunca olvidaron que Esparta les había arrebatado la supremacía sobre el Peloponeso y, en adelante, en cualquier empresa o la guerra siempre se posicionaron en el bando contrario a los espartanos. Todavía más de un siglo después, durante la Guerra del Peloponeso, los argivios exigieron una repetición de la batalla de los Campeones. Pero Esparta, que ya empezaba a ver bastante mermado el número de sus espartiatas, no aceptó un desafío con el que no tenía nada que ganar.
Fuentes
- CARTLEDGE, Paul: Los espartanos. Una historia épica, Ariel, 2009
- HERÓDOTO: Los nueve libros de Historia, Edaf, 1989
- «Battle of Champions – 546 B.C.», en Ancient Greek Battles